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23 DE FEBRERO DE 1821
Como una gigantesca ave de rapiña, el barco ballenero remontaba perezosamente la costa occidental de América del Sur, zigzagueando en un mar de aceite lleno de vida. Porque eso era el océano Pacífico en 1821: un vasto campo de depósitos de aceite, depósitos con venas por las que corría sangre caliente, los cachalotes.
Capturar cachalotes —los cetáceos dentados más grandes del planeta— no era tarea fácil. Seis hombres salían del barco en un bote ligero, se acercaban remando a su presa, la arponaban, luego trataban de darle muerte a lanzazos. El animal, que pesaba unas sesenta toneladas, podía destruir la embarcación de un coletazo, arrojando a los hombres a las frías aguas del océano, con frecuencia lejos del barco.
Luego venía la prodigiosa tarea de transformar el animal muerto en aceite: arrancarle la grasa, cortarla en pedazos y hervirla para convertirla en el aceite de calidad superior que iluminaba las calles y lubrificaba las máquinas de la era industrial. El hecho de que todo eso se hiciera en el infinito océano Pacífico significaba que los balleneros de comienzos del siglo XIX no eran meros pescadores y trabajadores marítimos, sino también exploradores que se adentraban más y más en una inmensidad apenas explorada y mayor que la suma de todas las masas continentales de la Tierra.
Durante más de un siglo, el centro de este negocio mundial del aceite se había establecido en una pequeña isla llamada Nantucket, a veinticuatro millas de la costa del sur de Nueva Inglaterra. Una de las paradojas que caracterizaba a los balleneros de Nantucket era que la mayoría de ellos eran cuáqueros, es decir, miembros de una secta religiosa dedicada estoicamente al pacifismo, al menos en lo que se refería a la especie humana. Estas personas, en las que un rígido dominio de sí mismas se sumaba a un sentido cuasi sagrado de su misión, eran lo que Herman Melville llamaría «cuáqueros con ganas».
Un barco ballenero de Nantucket, el Dauphin, pocos meses después de zarpar para un viaje que debía durar tres años, remontaba la costa de Chile. Aquella mañana de febrero de 1821, el vigía vio algo extraño: una embarcación, pequeñísima para navegar por alta mar, que subía y bajaba al impulso del oleaje. Lleno de curiosidad, el capitán del barco, Zimri Coffin, de treinta y siete años, enfocó al pequeño bote con su catalejo.
Enseguida vio que se trataba de una ballenera —de dos proas y unos siete u ocho metros de eslora—, pero era una ballenera distinta de todas las que había visto en su vida. Se había elevado la altura de los costados en unos quince centímetros, y llevaba dos palos improvisados que transformaban el bote de remos en una rudimentaria goleta. Era evidente que las velas, que aparecían rígidas a causa de la sal y blanqueadas por el sol, habían tirado de la embarcación a lo largo de muchas, muchas millas. Coffin no vio a nadie junto a la espadilla. Se volvió hacia el timonel del Dauphin y ordenó: «Todo a estribor».
Bajo la mirada atenta de Coffin, el timonel acercó el barco todo lo que pudo al bote abandonado. Aunque lo sobrepasaron debido al ímpetu que llevaba el Dauphin, en los breves segundos que permanecieron junto al bote pudieron ver un espectáculo que no olvidarían durante el resto de sus vidas.
Primero vieron huesos —huesos humanos— esparcidos por los bancos remeros y el empanado, como si la ballenera fuese la guarida de una feroz bestia que comiese carne humana. Luego vieron a los dos hombres. Se hallaban acurrucados en extremos opuestos del bote, la piel cubierta de llagas, los ojos desorbitados, las barbas cubiertas de sal y sangraza. Estaban chupando el tuétano de los huesos de sus compañeros muertos.
En vez de saludar a sus salvadores con una sonrisa de alivio, los supervivientes, que deliraban debido a la sed y el hambre y no podían hablar, parecían molestos, incluso asustados. Agarraban celosamente los huesos astillados y roídos con una intensidad desesperada, casi animal, negándose a soltarlos; parecían perros hambrientos que se encontrasen atrapados en un pozo.
Después de comer y beber un poco (y una vez que, por fin, soltaron los huesos), uno de los supervivientes se sintió con fuerzas para contar su historia, que hablaba de las peores pesadillas de un pescador de cetáceos: hallarse en un bote lejos de tierra sin nada que comer ni beber y —quizá lo peor de todo— encontrar una ballena con el espíritu de venganza y la astucia de un hombre.
Como una gigantesca ave de rapiña, el barco ballenero remontaba perezosamente la costa occidental de América del Sur, zigzagueando en un mar de aceite lleno de vida. Porque eso era el océano Pacífico en 1821: un vasto campo de depósitos de aceite, depósitos con venas por las que corría sangre caliente, los cachalotes.
Capturar cachalotes —los cetáceos dentados más grandes del planeta— no era tarea fácil. Seis hombres salían del barco en un bote ligero, se acercaban remando a su presa, la arponaban, luego trataban de darle muerte a lanzazos. El animal, que pesaba unas sesenta toneladas, podía destruir la embarcación de un coletazo, arrojando a los hombres a las frías aguas del océano, con frecuencia lejos del barco.
Luego venía la prodigiosa tarea de transformar el animal muerto en aceite: arrancarle la grasa, cortarla en pedazos y hervirla para convertirla en el aceite de calidad superior que iluminaba las calles y lubrificaba las máquinas de la era industrial. El hecho de que todo eso se hiciera en el infinito océano Pacífico significaba que los balleneros de comienzos del siglo XIX no eran meros pescadores y trabajadores marítimos, sino también exploradores que se adentraban más y más en una inmensidad apenas explorada y mayor que la suma de todas las masas continentales de la Tierra.
Durante más de un siglo, el centro de este negocio mundial del aceite se había establecido en una pequeña isla llamada Nantucket, a veinticuatro millas de la costa del sur de Nueva Inglaterra. Una de las paradojas que caracterizaba a los balleneros de Nantucket era que la mayoría de ellos eran cuáqueros, es decir, miembros de una secta religiosa dedicada estoicamente al pacifismo, al menos en lo que se refería a la especie humana. Estas personas, en las que un rígido dominio de sí mismas se sumaba a un sentido cuasi sagrado de su misión, eran lo que Herman Melville llamaría «cuáqueros con ganas».
Un barco ballenero de Nantucket, el Dauphin, pocos meses después de zarpar para un viaje que debía durar tres años, remontaba la costa de Chile. Aquella mañana de febrero de 1821, el vigía vio algo extraño: una embarcación, pequeñísima para navegar por alta mar, que subía y bajaba al impulso del oleaje. Lleno de curiosidad, el capitán del barco, Zimri Coffin, de treinta y siete años, enfocó al pequeño bote con su catalejo.
Enseguida vio que se trataba de una ballenera —de dos proas y unos siete u ocho metros de eslora—, pero era una ballenera distinta de todas las que había visto en su vida. Se había elevado la altura de los costados en unos quince centímetros, y llevaba dos palos improvisados que transformaban el bote de remos en una rudimentaria goleta. Era evidente que las velas, que aparecían rígidas a causa de la sal y blanqueadas por el sol, habían tirado de la embarcación a lo largo de muchas, muchas millas. Coffin no vio a nadie junto a la espadilla. Se volvió hacia el timonel del Dauphin y ordenó: «Todo a estribor».
Bajo la mirada atenta de Coffin, el timonel acercó el barco todo lo que pudo al bote abandonado. Aunque lo sobrepasaron debido al ímpetu que llevaba el Dauphin, en los breves segundos que permanecieron junto al bote pudieron ver un espectáculo que no olvidarían durante el resto de sus vidas.
Primero vieron huesos —huesos humanos— esparcidos por los bancos remeros y el empanado, como si la ballenera fuese la guarida de una feroz bestia que comiese carne humana. Luego vieron a los dos hombres. Se hallaban acurrucados en extremos opuestos del bote, la piel cubierta de llagas, los ojos desorbitados, las barbas cubiertas de sal y sangraza. Estaban chupando el tuétano de los huesos de sus compañeros muertos.
En vez de saludar a sus salvadores con una sonrisa de alivio, los supervivientes, que deliraban debido a la sed y el hambre y no podían hablar, parecían molestos, incluso asustados. Agarraban celosamente los huesos astillados y roídos con una intensidad desesperada, casi animal, negándose a soltarlos; parecían perros hambrientos que se encontrasen atrapados en un pozo.
Después de comer y beber un poco (y una vez que, por fin, soltaron los huesos), uno de los supervivientes se sintió con fuerzas para contar su historia, que hablaba de las peores pesadillas de un pescador de cetáceos: hallarse en un bote lejos de tierra sin nada que comer ni beber y —quizá lo peor de todo— encontrar una ballena con el espíritu de venganza y la astucia de un hombre.
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