martes, 22 de setembro de 2015

LA VIDA QUE PENSAMOS, Eduardo Sacheri

EDUARDO SACHERI, La vida que pensamos. Cuentos de fútbol, Alfaguara, Madrid, 2014, 336 páxinas.

[NC SAC vid]

ESPERÁNDOLO A TITO


   Yo lo miré a José, que estaba subido al techo del camión de Gonzalito. Pobre, tenía la desilusión pintada en el rostro, mientras en puntas de pie trataba de ver más allá del portón y de la ruta. Pero nada: solamente el camino de tierra, y al fondo, el ruido de los camiones. En ese momento se acercó el Bebé Grafo y, gastador como siempre, le gritó: “¡Che, Josesito!, ¿qué pasa que no viene el ‘maestro’? ¿Será que arrugó para evitarse el papelón, viejito?”. Josesito dejó de mirar la ruta y trató de contestar algo ocurrente, pero la rabia y la impotencia lo lanzaron a un tartamudeo penoso. El otro se dio vuelta, con una sonrisa sobradora colgada en la mejilla, y se alejó moviendo la cabeza, como negando. Al fin, a Josesito se le destrabó la bronca en un concluyente «¡andálaputaqueteparió!», pero quedó momentáneamente exhausto por el esfuerzo.
Ahí se dio vuelta a mirarme, como implorando una frase que le ordenara de nuevo el universo. «Y ahora qué hacemo, decíme», me lanzó. Para Josesito, yo vengo a ser algo así como un oráculo pitonístico, una suerte de profeta infalible con facultades místicas. Tal vez, pobre, porque soy la única persona que conoce que fue a la facultad. Más por compasión que por convencimiento, le contesté con tono tranquilizador: «Quédate piola, Josesito, ya debe estar llegando». No muy satisfecho, volvió a mirar la ruta, murmurando algo sobre promesas incumplidas.
   Aproveché entonces para alejarme y reunirme con el resto de los muchachos. Estaban detrás de un arco, alguno vendándose, otro calzándose los botines, y un par haciendo jueguitos con una pelota medio ovalada. Menos brutos que Josesito, trataban de que no se les notaran los nervios. Pablo, mientras elongaba, me preguntó como al pasar: «Che, Carlitos, ¿era seguro que venía, no? Mira que después del barullo que armamos, si nos falla justo ahora…».
   Para no desmoralizar a la tropa, me hice el convencido cuando le contesté: «Pero muchachos, ¿no les dije que lo confirmé por teléfono con la madre de él, en Buenos Aires?». El Bebé Grafo se acercó de nuevo desde el arco que ocupaban ellos: «Che, Carlos, ¿me querés decir para qué armaron semejante bardo, si al final tu amiguito ni siquiera va a aportar?». En ese momento saltó Cañito, que había terminado de atarse los cordones, y sin demasiado preámbulo lo mandó a la mierda. Pero el Bebé, cada vez más contento de nuestro nerviosismo, no le llevó el apunte y me siguió buscando a mí: «En serio, Carlitos, me hiciste traer a los muchachos al divino botón, querido. Era más simple que me dijeras mirá Bebé, no quiero que este año vuelvan a humillarnos como los últimos nueve años, así que mejor suspendemos el desafío». Y adoptando un tono intimista, me puso una mano en el hombro y, hablándome al oído, agregó: «Dale, Carlitos, ¿en serio pensaste que nos íbamos a tragar que el puto ése iba a venirse desde Europa para jugar el desafío?». Más caliente por sus verdades que por sus exageraciones, le contesté de mal modo: «Y decíme, Bebé, si no se lo tragaron, ¿para qué hicieron semejante kilombo para prohibirnos que lo pusiéramos?: que profesionales no sirven, que solamente con los que viven en el barrio. Según vos, ni yo que me mudé al Centro podría haber jugado».
   Habían sido arduas negociaciones, por cierto. El clásico se jugaba todos los años, para mediados de octubre, un año en cada barrio. Lo hacíamos desde pibes, desde los diez años. Una vuelta en mi casa, mi primo Ricardo, que vivía en el barrio de la Textil, se llenó la boca diciendo que ellos tenían un equipo invencible, con camisetas y todo. Por principio más que por convencimiento, salté ofendidísimo retrucándole que nosotros, los de acá, los de la placita, sí teníamos un equipo de novela. Sellar el desafío fue cuestión de segundos. El viejo de Pablo nos consiguió las camisetas a último momento. Eran marrones con vivos amarillos y verdes. Un asco, bah. Pero peor hubiese sido no tenerlas. Ese día ganamos 12 a 7 (a los diez años, uno no se preocupa tanto de apretar la salida y el mediocampo, y salen partidos más abiertos, con muchos goles). Tito metió ocho. No sabían cómo pararlo. Creo que fue el primer partido que Tito jugó por algo. A los catorce, se fue a probar al club y lo ficharon ahí nomás, al toque. Igual, siguió viniendo al desafío hasta los veinte, cuando se fue a jugar a Europa. Entonces se nos vino la noche. Nosotros éramos todos matungos, pero nos bastaba tirársela a Tito para que inventara algo y nos sacara del paso. A los dieciséis, cuando empezaron a ponerse piernas fuertes, convocamos a un referí de la Federación: el chino Takawara (era hijo de japoneses, pero para nosotros, y pese a sus protestas, era chino). Ricardo, que era el capitán de ellos, nos acusaba de coimeros: decía que ganábamos porque el chino andaba noviando con la hermana grande del Tanito, y que ella lo mandaba a bombear para nuestro lado. Algo de razón tal vez tendría, pero lo cierto es que, con Tito, éramos siempre banca. [...]

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