venres, 7 de novembro de 2014

LA RATONERA, Alberto Gómez Perales


LA RATONERA

   Desperté en aquella habitación oscura, solo e indefenso. Mi único acompañante era un pequeño ratón gris de ojos marrones y cola rosada. El único ruido que podía oír era el sonido del agua caer desde una gotera del techo. El único olor que percibía era el de la humedad, presente en toda la habitación. La verdad es que no era muy grande, y no  tenía muchas cosas: un colchón en el suelo, una mesa y una silla. En la mesa había una bandeja con un cuenco de sopa, un poco de arroz y una botella de agua. Sin pensármelo dos veces, me senté en la silla y empecé a comer, pues me sentía desnutrido. ¿Quién sabe cuántos días llevaba inconsciente? No creo que muchos, ya que la sed no era uno de mis mayores problemas. De todos modos, bebí un poco de agua antes de intentar abrir la puerta. Cerrada. Deseché la idea de intentar echarla abajo, porque era una pesada y resistente puerta de metal con un pequeñísimo cristal en la parte inferior sujeto por unas bisagras. Era imposible salir de esa habitación sin ayuda del exterior. ¿Y cómo iba a pedir auxilio? Yo sólo era un ciudadano español que sobrevivió a las llamas que posiblemente ya hayan consumido la ciudad rusa a la que había viajado por negocios, a pesar de recibir importantes quemaduras que aún me escuecen. La mayor parte de mi ropa ardió en la escapada y, al intentar refugiarme en un cobertizo, me encontré con un armario  lleno de chaquetas que, por alguna extraña razón, eran todas iguales. Lo último que recordaba era intentar huir con una puesta y ser atacado por un pequeño grupo de soldados rusos. Tenía que averiguar por qué estaba allí, quién me había capturado, cómo podría volver a casa, y por qué aquel ratón me miraba con tanta curiosidad. De momento era lo único que me hacía esbozar una leve sonrisa. Le di unos granitos de arroz que me habían sobrado y un poco de agua, intentó roer mi dedo con cariño, y se tumbó a dormir panza arriba. Decidí hacer lo mismo. El tiempo que llevaba inconsciente no me sirvió para reponer fuerzas, así que caí en un sueño profundo inmediatamente.
  Me despertó un sonido chirriante y no muy agradable. Otra bandeja con comida se deslizó por el cristalito de la puerta. Esta vez, puré y macarrones, con un poco más de agua. Me di cuenta en seguida de que querían mantenerme con vida, si no, no se habrían molestado en prepararme comida nutritiva y variada.
   -¿Quiénes sois? -grité- ¿Qué está pasando aquí? -no había respuesta- ¡Socorro!
  Nada. Silencio. Incluso el irritante sonido del agua había cesado. Ahora el miedo y la soledad me recorrían el cuerpo, helándome las venas. Me sobresalté al sentir el suave tacto peludo que sentí sobre mi torso, que la camisa harapienta y desabrochada que portaba no llegaba a tapar. Me alivió darme cuenta de que solamente era el ratoncito, que se aferraba a mi vello corporal, mirándome, de nuevo, con curiosidad. Decidí repetir el proceso que había llevado a cabo el día anterior: comer, beber, darle unos pocos macarrones y algo de agua al roedor y dormir. No obstante, no conseguí dormir hasta pasadas varias horas y, cuando lo hice, sólo me sirvió para asustarme más a causa de las pesadillas relacionadas con los enfrentamientos entre el ejército y los rebeldes rusos. Me levanté, empapado en sudor, y deambulé por la habitación. Mi mente estaba en blanco. No sabía qué hacer, pues tan sólo me quedaba esperar una visita, un milagro, o la muerte. De pronto oí unos pasos, cada vez más cercanos. Pensé que me traerían más comida, pero no. No estaba especialmente hambriento, pero las pesadillas me habían agotado, así que me senté en una esquina de la estancia. Mirando hacia arriba me di cuenta de lo valiosa que es la compañía, de cómo te puede cambiar la vida un momento y, sobre todo, de que el techo necesitaba una mano de pintura. También deberían de cambiar la bombilla, que de vez en cuando titilaba; aunque, al fin y al cabo, ¿por qué se iban a tomar esa molestia?
    Empecé a preguntarme a qué estaría destinada originalmente la sala en la que me encontraba. Quizás me encontraba en una antigua cárcel del gobierno ruso, o  simplemente en el feo sótano de una casa abandonada, probablemente alejada de la civilización para que nadie se pudiese imaginar que vivía a escasos metros de una especie de prisión improvisada. Además, no oía el sonido de la guerra. En fin, en aquel momento no me importaba en absoluto dónde estaba, sino cómo iba a escapar. Pasaron minutos y horas sin obtener respuesta, pero de repente empecé a escuchar pasos de nuevo. Esta vez sí se dirigían hacia mí. Unas misteriosas manos femeninas asomaron por el cristal de la
puerta para darme otra bandeja con alimentos. Según las vi, dije:
  -Пожалуйста скажите мне, почему я здесь*
  Al principio, silencio. Pero, de pronto, una preciosa y tímida voz respondió:
  -Lo siento, no hablo ruso.
  Antes de poder reaccionar, ya se había ido. No hacía más que preguntarme: “¿Quién era esa chica? Era española,  ¿no? ¿O acaso la soledad ya me está afectando al cerebro?”. En los días consecuentes me limitaba a comer, beber, ejercitar los músculos, y jugar con el ratón tirándole granitos de arroz que iba acumulando. Reconozco que
al principio ese animal me había dado un poco de grima, pero con el tiempo le cogí mucho cariño. Decidí llamarle Sésamo, en recuerdo a un día en que mordisqueó el pan de la hamburguesa que me dieron mientras dormía. Notaba cómo la barba me crecía conforme pasaban los días. Sésamo se había hecho un pequeño escondrijo en una pared, y cada vez que me acercaba intentaba morderme. Suponía que lo hacía porque ahí iba almacenando parte de la comida que le daba.
   Un día, la puerta se abrió de golpe. Nunca había visto esa puerta abierta, y nunca había visto un hombre como el que la había abierto. Era alto, robusto y bigotudo. Tenía el pelo castaño oscuro, y los ojos verdosos. Tenía una cicatriz en la nariz, pero lo que más me impresionaba de él era su vestimenta. Era claramente la de un alto cargo del ejército ruso. Estaba acompañado por dos soldados. Uno de ellos estaba calvo, y tenía la cara tapada por una bufanda. El otro, mucho menos corpulento, llevaba un fusil, que no creo que dudase en usar en caso de necesidad. El alto cargo y yo empezamos a hablar en ruso. Bueno, yo me limité a decir que no sabía nada de los rebeldes rusos como respuesta a sus repetitivas preguntas. El miedo volvió a recorrerme el cuerpo cuando se levantó de la silla en la que se apoyaba con actitud amenazadora, pero, gracias a Dios, una mujer joven y atractiva, que rondaba mi edad (35 años), le dijo a uno de los imponentes matones:
  -Dígale que tiene una reunión.
  ¡Era ella, la chica de la bandeja! En cuanto me di cuenta intenté hablar con ella.
  -¡Eres la chica del otro día! -comencé- Por favor, ayúdame. Yo no he hecho nada malo, no tengo nada que ver con los rebeldes.
  Ella parecía creerme. Intentó convencer al hombre, pero sólo le sirvió para recibir un puñetazo. La sangre manaba de su nariz como un río, pero la herida no parecía  excesivamente grande. Todos salieron de la habitación, pero el general me dedicó unas últimas palabras en ruso: “atente a las consecuencias”. No podía hacer otra cosa que temer.
   Temer por mi vida, temer por esa chica aparentemente inocente, temer por el fatal desenlace que podría tener la guerra, todavía en curso. Los días posteriores me alimentaron a base de dos manzanas diarias y agua. Por suerte era suficiente para Sésamo, que aun así continuaba llevando comida a su habitación personal; pero yo me sentía agotado.
   Tenía las fuerzas mermadas, y no me apetecía nada más que tumbarme en la cama a esperar mi triste final. Cuando dormía, rusos y alemanes entraban en mis sueños para conquistarlos. Al fin y al cabo dicen que la vida es un sueño que se desgasta hasta convertirse en pesadilla. Cuando ya no tenía ni una pizca de esperanza, escuché un tiroteo en la lejanía. Cada vez se oía más fuerte, así que me acurruqué en una pared con Sésamo en brazos. De pronto, alguien forzó la puerta y entró con brusquedad. Mi reacción fue la de intentar protegerme con mis propios brazos, pero poco a poco me fui dando cuenta de que el hombre que había entrado permanecía inmóvil en el fondo de la sala.
  -We are here to help you -dijo, con cautela.
  -Lo siento, solo hablo español y ruso.
  - ¡Ah, menos mal! Santiago, vamos a sacarle de aquí.
  Sin comerlo ni beberlo, el hombre empezó a explicarme con pelos y señales qué había pasado: la chaqueta que me puse en aquella ciudad era de los revolucionarios rusos, que estaban a favor de Alemania. Entre eso y el fragor de la batalla me confundieron con un cabecilla rebelde, y me secuestraron para usarme como rehén.
  -Está bien, pero ¿por qué no se percataron de quién era en realidad cuando vinieron a interrogarme?
  -Bueno, en su estado no es muy fácil reconocerle -dijo, ofreciéndome un espejo.
  Tenía razón. La falta de sueño y la desnutrición habían hecho estragos en mi piel, por no hablar de la larga barba que me había crecido en lo que fueron cuatro meses de cautiverio. También tenía el pelo largo y descuidado, y el cuerpo débil y escuálido. Les pregunté cómo me habían encontrado. Al parecer una llamada anónima de una mujer de voz angelical les había revelado mi paradero, ahora que la guerra estaba acabando. No pude evitar pensar en aquella chica. Aquella chica de las manos delicadas, aquella chica de cabello rubio, aquella chica de voz armoniosa.
   Mientras lo meditaba, ella apareció: Aura. Una hermosa mujer de 1,70 de altura con el pelo liso y rubio, los ojos grandes y azules, una boca que siempre esboza una sonrisa y una voz más que agradable. Por un momento pasé miedo por ella por el hecho de ser del bando enemigo, pero la traición a su general le salvó la vida.
  -Si quiere le llevamos a su casa, Señor Ordóñez -dijo el militar, dirigiéndose a mí.
 Me pareció genial, pero antes tenía que hacer una cosa. Me acerqué al agujero de la pared en el que reposaba Sésamo, ahora plácidamente, y no podía dar crédito a lo que veía: no solo estaba él, sino también una ratoncita, a la que llamé Josefina, y sus cuatro crías: Evaristo, Borja, Basilio y Betty. Después del shock de ver a mi gran amigo ya con una familia, decidí llevármelos a todos a vivir a mi casa de Málaga. Casi me muero de la impresión cuando Aura me dijo:
  -Mi casa debe de estar destruida. ¿Podría ir a vivir contigo?
  Por suerte conseguí articular la frase:
  -Sí.
 
***
* “por favor, dígame por qué estoy aquí”
Alberto Gómez Perales
&
Ludwig Meidner

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