venres, 4 de marzo de 2016

CÓMO SUPERAR LAS PENAS DE AMOR CON NEWTON, Juan Carlos Ortega

JUAN CARLOS ORTEGA, Cómo superar las penas de amor con Newton, Planeta, Barcelona, 178 páxinas.

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  Por la noche, cuando el cielo está despejado, podemos ver muchas estrellas. El aspecto que ofrece el firmamento es extraño, pero al mismo tiempo nos resulta familiar. Es como si contemplásemos por primera vez una fotografía antigua de nuestro bisabuelo. Nunca vimos sus facciones, pero las reconocemos como nuestras.
   Mirar esas luces también nos genera sensaciones contradictorias, de lejanía y proximidad. Algo nos dice que las llevamos íntimamente dentro, pese a hallarse a distancias que ni siquiera podemos imaginar. Esas temblorosas bolitas de fuego, esparcidas de modo aparentemente aleatorio, tienen un modo especial de hablarnos. Nos advierten que ellas son una cosa y nosotros otra, dejándonos claro desde las alturas que pertenecen a un orden de realidad distinto. Y a la vez, en voz baja y a modo de compensación, nos aseguran que somos exactamente lo mismo.
   Este espectáculo nocturno propicia dos tipos de reflexiones. Unas tienen que ver con nuestra propia vida y, en general, suelen estar repletas de simpáticas tonterías. Repentinamente nos da por ser conscientes de lo pequeños que somos, como si tamaños y distancias importaran algo cuando lo que está en juego es nuestra felicidad o nuestra desdicha. Entonces nos volvemos paradójicos y lanzamos reflexiones humildes con la voz solemne, diciendo a quien tenemos al lado que somos muy pequeños comparados con «todo eso».
   Pero también, en muy contadas ocasiones, nos da por intuir que allá arriba puede encontrarse el secreto para estar un poco mejor aquí abajo. No sabemos muy bien cómo, ni por medio de qué extraños mecanismos, pero se nos hace evidente  que si existiese un modo de estar alegres en el mundo, solo podemos conocerlo en su compañía.
   Resulta fácil entonces caer en la trampa de la trascendencia y empezar a decir ambigüedades cursis sobre el poder mágico del cosmos en nuestras almas. Pero nada de eso es cierto. El universo, por sí mismo, poco puede hacer por nosotros. Desgraciadamente, las estrellas —a pesar de su belleza, de su frío misterio— son incapaces de echarnos un cable. Entonces, ¿cómo puede depender nuestra felicidad de la contemplación de esos astros? La respuesta está en la ciencia.

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