[NC NAV vue]
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Este último libro (finalista ao Premio Setenil) de Hipólito G. Navarro, maestro da narrativa breve, contén algúns microrrelatos entre otros cuentos de máis extensión.
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RIFA
El viejo ha vuelto, y pasea feliz por el altozano. Propina distraídos puntapiés a los guijarros mientras contempla con ojos melancólicos las ruinas del castillo y de las casas que se desparraman ladera abajo hacia el pueblo ahora abandonado donde transcurrió su infancia, hace ya de eso una eternidad.
De entre las piedrecillas que patea y que caen rodando alegremente por la cuesta llama su atención una más redonda y oscura que no llega tan lejos como las demás. Al poco de quedarse quieta comienza a rebullir, a extraer de su materia unas patitas, a caminar con una torpeza coleóptera. Se acerca el anciano para observar al pequeño escarabajo, para comprobar si su patada lo ha dejado listo. Parece que no. El animalillo sigue andando como si nada hubiera pasado, como si esa mediana violencia no se hubiese ensañado con él.
Tampoco le recriminan nada otros insectos afectados, como puede verificar el viejo de regreso a la explanada. Antes le ofrecen el soberbio espectáculo de la reconstrucción del hormiguero que pisó sin darse cuenta, un pequeño volcán en miniatura hecho de finísimas partículas de entusiasmo.
Las gramíneas y otras yerbas que fueron aplastadas por sus pasos también se recuperan lentamente, enderezando poco a poco sus tallos. Si algunas no lo hacen, quizá no importe demasiado: el viejo sabe que han dejado antes en su ropa bien ancladas las semillas.
Hace mucho tiempo que se fueron los habitantes del lugar, abandonando a su suerte el puñado de tristes construcciones que queda más abajo, puros esqueletos de vigas recubiertas de zarzas. Infiere entonces el hombre con un ligero estremecimiento, al ver cómo hasta los más pequeños y frágiles seres se yerguen después de la adversidad de cruzarse con él, que quizá este retorno no esté sucediendo en realidad, que sea un regreso inventado, por completo imaginado, pero ¿por quién? Desde luego no por él, que se pellizca y no le duele, que se pellizca y no se toca. Pero de seguro es él quien ahora todo lo acaricia con suavidad, quien se amolda como un guante al espacio que lo aloja, y son sus cinco hijos los que dudan. De vuelta de esparcir las cenizas por la ladera del castillo, sopesan si conservar o no la urna, que tiene maneras de ánfora antigua y es bastante bonita —indivisible, eso sí—, de color claro, muy poco funeraria en realidad.
Las gramíneas y otras yerbas que fueron aplastadas por sus pasos también se recuperan lentamente, enderezando poco a poco sus tallos. Si algunas no lo hacen, quizá no importe demasiado: el viejo sabe que han dejado antes en su ropa bien ancladas las semillas.
Hace mucho tiempo que se fueron los habitantes del lugar, abandonando a su suerte el puñado de tristes construcciones que queda más abajo, puros esqueletos de vigas recubiertas de zarzas. Infiere entonces el hombre con un ligero estremecimiento, al ver cómo hasta los más pequeños y frágiles seres se yerguen después de la adversidad de cruzarse con él, que quizá este retorno no esté sucediendo en realidad, que sea un regreso inventado, por completo imaginado, pero ¿por quién? Desde luego no por él, que se pellizca y no le duele, que se pellizca y no se toca. Pero de seguro es él quien ahora todo lo acaricia con suavidad, quien se amolda como un guante al espacio que lo aloja, y son sus cinco hijos los que dudan. De vuelta de esparcir las cenizas por la ladera del castillo, sopesan si conservar o no la urna, que tiene maneras de ánfora antigua y es bastante bonita —indivisible, eso sí—, de color claro, muy poco funeraria en realidad.
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