Amosando publicacións coa etiqueta DESIDERATA. Amosar todas as publicacións
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venres, 17 de novembro de 2017

MAMÁ, QUIERO SER FEMINISTA, Carmen G. de la Cueva

CARMEN G. DE LA CUEVA, Mamá, quiero ser feminista, Lumen, Barcelona, 2017, 2010 páxinas. Ilustración de Malota.

[NC CUE mam]
EL MOMENTO DECISIVO

   Nunca olvidaré el día en que me regalaron un pequeño libro que me acompañará siempre: Mujercitas, de Louisa May Alcott. Era una primera edición rústica con ilustraciones publicada el mismo año de mi nacimiento, 1986. Yo tendría unos seis años cuando mi madre me lo trajo y todavía lo conservo lleno de marcas de lápiz vagamente borradas por el tiempo. La historia parecía bien sencilla: la vida de cuatro hermanas en un pueblecito muy parecido al mío. Pero encontrarme con Jo, la segunda de las hermanas March, fue todo un descubrimiento. Entonces era hija única y todas las mujeres que tenía cerca eran mucho mayores que yo.
   A medida que iba conociendo a Jo, sentía que era parte de mi familia, una más, una versión de mi yo futuro más rebelde, y que no se sometía tanto al juicio del resto de las mujeres de su entorno. Lo que más llamó mi atención fue que Jo quisiera ser escritora. Yo quería ser escritora pero por entonces solo sabía leer. A mi corta edad, había intentado fallidamente la escritura de algunos poemitas o cuentos, siempre en mi mente, casi nunca llevaba aquellos intentos al papel. De pronto Jo entró cual torbellino en mi cabeza y, como si de una hermana mayor se tratase, comencé a imitarla en todo. Y cuando digo en todo, quiero decir que, en mi cabecita infantil, quise entregarme a la escritura en cuerpo y alma; como ella, quise escribir algunas obritas de teatro para interpretarlas con mis amigas y, sobre todo, quise vestirme de escritora. Parecía lo más sensato. Tomar prestado un delantal del cajón de la cocina de mi casa, uno especialmente bonito, a cuadritos blancos y rojos, y un gorro de lana acabado en una borla que en invierno no soportaba, pero que aquellos días me proporcionaba la seguridad que necesitaba para sentarme a escribir. O, al menos, jugar a hacerlo.
   No recuerdo que saliera nada de aquellas tardes en las que me quedaba quieta durante horas en una silla frente a un cuaderno de dos rayas y con Mujercitas lo más cerca posible de mi mano por si la inspiración de Jo para contar historias se me contagiaba. Entonces pensé que quizá no era suficiente con el traje de escritora, que tenía que dar un paso más, un paso definitivo en mi carrera: cortarme la melena. Había leído que Jo, en un acto heroico por ayudar a su madre, vendió sus preciosas trenzas. Y aunque la noche que le cortaron el pelo lloró desconsoladamente porque lo extrañaba, creo que desde ese momento fue mucho más ella misma. Estaba más cerca de lo que siempre quiso: salir a vivir aventuras y no quedarse nunca más en la casa tejiendo como una vieja; hacer las cosas que hacían los chicos.
   Una mañana de sábado bien temprano, justo antes de que mi madre se despertara, me levanté de la cama y encaminé mis pasos hacia la peinadora de mi habitación. Me situé frente al espejo y saqué las tijeras de un cajón. Ni poniéndome de puntillas conseguía verme de cuerpo entero. Había llegado el momento decisivo de entregarme de lleno a mi oficio. Me vi allí, en pijama, con las tijeras de plástico en la mano a punto de dar el paso. Y no pude. Corté poco más que un par de mechones y los escondí dentro del libro. Pensé que algún día tendría el valor de mi hermana Jo para cortarme la melena. Sin embargo, tendrían que pasar veinte años para verme así, con el pelo como un chico, como siempre me había imaginado desde que conocí a Jo.

martes, 21 de febreiro de 2017

ROGELIO, Guillermo Arriaga


GUILLERMO ARRIAGA, Retorno 201, Páginas de Espuma, Madrid, 2005, 154 páxinas.





ROGELIO
A Alan Page

Rogelio no se percataba de que ya estaba muerto o se resistía sencillamente a aceptarlo. Por ello, una y otra vez, se salía de la fosa donde estaba enterrado y no era raro encontrárselo comiendo en algún restaurante cercano al cementerio. En algunas ocasiones nos iba a visitar al Retorno y se pasaba largas horas platicando sobre los viejos tiempo. Sin duda varios de nosotros tratábamos de convencerlo de que ya era un cadáver y que apestaba bastante. No nos hacía caso y con una desfachatez increíble se presentaba en cualquier lugar y a cualquier hora.
Una noche lo acompañé de vuelta al panteón. Charlamos un buen rato sobre todas aquellas experiencias que habíamos compartido cuando él aún vivía. Compramos unas cuantas cervezas y nos emborrachamos. Nos divertimos. Nos reímos. Gozamos. Lloramos. Al amanecer se despidió con una sonrisa. Se acomodó en su ataúd y cerró la tapa. Nunca más volví a saber de él, porque esa madrugada morí atropellado y mi mujer… mi mujer decidió incinerarme.


Guillermo Arriaga, Retorno 201, Páginas de Espuma, Madrid, 2005, p. 105.

martes, 19 de xaneiro de 2016

SINSAJO, Suzanne Collins

SUZANNE COLLINS, Sinsajo, RBA, Barcelona, 2012, 432 páxinas.

[NUC COL sin]

Cumprindo os desexos dos lectores...

venres, 9 de outubro de 2015

VOCES DE CHERNÓBIL. CRÓNICA DEL FUTURO, Svetlana Alexievich


SVETLANA ALEXIEVICH, Voces de Chernóbil : crónica del futuro, Debolsillo, Barcelona, 2015, 406 páxinas.
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Un ten a sospeita de que o teléfono de Ricardo San Vicente nestes momentos non parará de soar. El é o tradutor da única obra que se pode mercar ou retirar das bibliotecas en España. De Voces de Chernóbil : crónica del futuro houbo unha edición anterior en Siglo XXI [Madrid, 2006]. Está claro que a Fundación Nobel pretende chegar un ano antes ás cerimonias de lembranza dos trinta anos da Catástrofe de Chernóbil. Ou ben, tal vez desde Estocolmo queiran evidenciar a idea de que no periodismo (ben entendido) tamén se pode chegar a altas cotas de literariedade.
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MONÓLOGO ACERCA DE PARA QUÉ RECUERDA LA GENTE

   Yo también tengo una pregunta. Una a la que yo mismo no puedo dar una respuesta.
   Pero, usted se ha propuesto escribir sobre esto. ¿Sobre esto? Yo no querría que esto se supiera de mí…, que he vivido allí. Por un lado, tengo el deseo de abrirme, de soltarlo todo, pero, por otro, noto cómo me desnudo, y esto es algo que no quisiera que…
   ¿Recuerda usted aquello en Tolstói?… Después de la guerra, Pierre Bezújov está tan conmocionado que le parece que él y el mundo han cambiado para siempre. Pero pasa cierto tiempo y Bezújov se dice sorprendido a sí mismo: «Todo continuará igual, seguiré como antes riñendo al cochero, me pondré a refunfuñar como siempre». Entonces, ¿para qué recuerda la gente? ¿Para restablecer la verdad? ¿La justicia? ¿Para liberarse y olvidar? ¿Porque comprenden que han participado en un acontecimiento grandioso? ¿O porque buscan en el pasado alguna protección? Y todo eso, a sabiendas de que los recuerdos son algo frágil, efímero; no se trata de conocimientos precisos, sino de conjeturas sobre uno mismo. No son aún conocimientos, son solo sentimientos. Lo que siento.
   Me he torturado, he rebuscado en mi memoria y al fin he recordado.
   Lo más horroroso que me ha sucedido me pasó en la infancia. Era la guerra… Recuerdo cómo siendo unos chavales jugábamos a «papás y mamás», desnudábamos a los críos y los colocábamos el uno sobre el otro. Eran los primeros niños nacidos después de la guerra. Toda la aldea sabía qué palabras decían ya, cómo empezaban a andar, porque durante la guerra se olvidaron de los niños. Esperábamos la aparición de la vida. «Papás y mamás», así se llamaba el juego. Queríamos ver la aparición de la vida. Y eso que no teníamos más de ocho o diez años.
   He visto cómo una mujer trataba de quitarse la vida. Entre los arbustos, junto al río. Cogía un ladrillo y se golpeaba con él en la cabeza. Estaba embarazada de un policía[1], de un hombre al que toda la aldea odiaba.
   Siendo aún un niño, yo había visto cómo nacían los gatitos. Ayudé a mi madre a tirar de un ternero cuando salía de la vaca y llevé a aparearse a nuestra cerda.
   Recuerdo… Recuerdo cómo trajeron a mi padre muerto; llevaba un jersey, se lo había tejido mi madre. Al parecer, lo habían fusilado con una ametralladora o con un fusil automático. Algo sanguinolento salía a pedazos de aquel jersey. Allí estaba, sobre nuestra única cama; no había otro lugar donde acostarlo. Luego lo enterraron junto a la casa. Y aquella tierra era lo contrario del descanso eterno, era barro pesado, de la huerta de remolachas. Por todas partes seguían los combates. La calle sembrada de caballos caídos y hombres muertos.
   Para mí son recuerdos hasta tal punto vedados que no hablo de ellos en voz alta.
   Por entonces yo percibía la muerte igual que un nacimiento. Tenía más o menos el mismo sentimiento cuando el ternero aparecía desde el interior de una vaca. Cuando salían los gatitos. Y cuando la mujer se intentaba quitar la vida entre los arbustos. Por alguna razón, todo eso me parecía la misma cosa, lo mismo. El nacimiento y la muerte.
   Recuerdo desde la infancia cómo huele la casa cuando se sacrifica un cerdo. Y, en cuanto usted me toque, empezaré a caer, a hundirme allí. Hacia la pesadilla. Hacia el horror. Vuelo hacia allí.
   También recuerdo cómo, siendo niños, las mujeres nos llevaban consigo a los baños. Y a todas las mujeres, también a mi madre, se les caía la matriz (eso ya lo comprendíamos); se la sujetaban con trapos. Esto lo he visto yo. La matriz se salía debido al trabajo duro. No había hombres, los habían matado a todos en el frente, en la guerrilla; tampoco había caballos; las mujeres tiraban de los arados con sus propias fuerzas. Labraban sus huertos y los campos del koljós [2].
   Cuando, al hacerme mayor, tenía trato íntimo con una mujer, me venía todo esto a la memoria. Lo que había visto en los baños.
   Quería olvidar. Olvidarlo todo. Lo olvidé. Y creía que lo más horroroso ya me había sucedido en el pasado. La guerra. Que estaba protegido, que ya estaba a salvo. A salvo gracias a lo que sabía, a lo que había experimentado… allí… entonces…Pero…
   Pero he viajado a la zona de Chernóbil. Ya había estado muchas veces. Y allí he comprendido que me veo impotente. Que no comprendo. Y me estoy destruyendo con esta incapacidad de comprender. Porque no reconozco este mundo, un mundo en el que todo ha cambiado. Hasta el mal es distinto. El pasado ya no me protege. No me tranquiliza. Ya no hay respuestas en el pasado. Antes siempre las había, pero hoy no las hay. A mí me destruye el futuro, no el pasado. [Se queda pensativo.]
   Para qué recuerda la gente? Esta es mi pregunta. Pero he hablado con usted, he pronunciado unas palabras. Y he comprendido algo. Ahora no me siento tan solo. Pero ¿qué ocurre con los demás?
PIOTR S., psicólogo

  1. Denominación dada a los guardias nombrados por los alemanes en la URSS durante la segunda guerra mundial.
  2. Granja colectiva en la que trabajaban todos los campesinos.

xoves, 8 de outubro de 2015

A CELESTE LA COMPRÉ EN UN RASTRILLO, Arantza Portabales & Irene García Pizarro


ARANTZA PORTABALES SANTOMÉ, A Celeste la compré en un rastrillo, Zaera Silvar, A Coruña, 2015,160 páxinas.


Cousas que pasan nas aulas do Aguiar... Aos alumnos de Literatura Universal de primeiro de Bacherelato, se lles encomenda nun exame, un exercicio literario: pensar unha variación á historia curta de Arantza Portabales. Hoxe temos a satisfacción de reproducir o magnífico microrrelato Querida Laura e fermosa e tamén conmovedora "Variación Pizarro".
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QUERIDA LAURA

Aquí te dejo diez consejos que espero que te sean muy útiles:

  1. Huye de la teletienda y del queique de “La tía Mildred". Son terriblemente adictivos.
  2. Estudia mucho. Puede que consigas acostarte con algún futbolista, pero créeme, las posibilidades de casarte con uno son casi nulas.
  3. Haz caso a tu tía. Ella cuidará de ti.
  4. La abuela no es una bruja. Si alguna vez lo dije fue por culpa de la medicación.
  5. Desmaquíllate todas las noches. No imaginas a qué velocidad solidifica el rímel.
  6. Probablemente papá pronto tendrá una novia, y es normal. Sé amable con ella.
  7. Lo del Centro Británico no es negociable. Y me da igual que el presidente del gobierno no sepa hablar inglés.
  8. En cuestión de chicos no le preguntes a tu padre. Es un buen tipo, pero en fin..., es tu padre. Remítete al punto tres. Estás en buenas manos.
  9. Mi foto favorita es la de tu tercer cumpleaños. Yo te agarraba por detrás y soplábamos las dos. Dile a papá que la coloque en un marco (diga lo que diga la señora del punto número seis).
  10. Haz una vida sana, cepíllate los dientes y hazte una mamografía al año.

Te quiere. Mamá.



QUERIDA MAMÁ

   Ya han pasado diez años desde que te fuiste.

  1. No soy capaz de sentarme y ver la tele. Te echo de menos riñéndome y advirtiéndome que coma sano.
  2. No puedo estudiar. He fracasado. Habría necesitado que alguien me hubiera ayudado, que alguien me hubiera explicado dónde se colocan los signos de exclamación, que me hubiese enseñado que un seno no es un coseno...
  3. La tía también se ha marchado: ¡sois todas iguales!
  4. Hace dos años que no veo a abuela.
  5. Ya no me maquillo.
  6. La novia de papá (ésta es la quinta) no hace más que culparme de su adicción al alcohol. También me llama gorda.
  7. He de reconocer que aprender inglés es una de las pocas cosas que todavía me motiva.
  8. No hay chicos en mi vida. Sólo papá y su botella de ron.
  9. La foto la rompió su tercera novia.
  10. Este punto lo he seguido a rajatabla. Y a pesar de todo, mañana me extirparán un tumor en la mama derecha. ¡Cómo me gustaría verte inmediatamente después de poner fin a esta maldita enumeración!
Te añora, Laura.

Irene García Pizarro [1º BAC E]
 

xoves, 13 de novembro de 2014

AMOR, Raquel Díaz Reguera


RAQUEL DÍAZ REGUERA, Amor, Lumen, Barcelona, 2014, 96 páxinas.

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Con estas imaxes e con estes textos, como non imos querer ter este novo traballo de Raquel Díaz na nosa Biblioteca?
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A, ante, bajo, cabe, con, contra, de, desde, en, entre, hacia, hasta, para, por, según, sin, so, sobre, tras…  el amor.

.. Está por todos los rincones de la realidad y la ficción, desafiando a la cordura, desatendiendo a la gravedad, burlándose de cualquier ciencia que trate de buscarle explicación. No existe manera de escapar de él y no entiende de reglas ni de leyes ni de “peros” ni de “por qués”. Habla en todas los idiomas con la misma lengua. No aprende de los errores, tropieza en la misma piedra una y otra vez, no hace distinciones de razas, ni sexos, ni edades, ni imposibles. Huye de la lógica y no se deja convencer por la razón, ama la trama sin preocuparse por el desenlace. No puedes seguir su rastro porque no tiene caminos, atarlo en corto es darle alas. Puede ser un banquete para el corazón o una herida indeleble para el alma. Se puede afinar con los dedos de la ternura o desafinar con los del desamor para que suene desgañitado como el despecho. Nadie sabe  de donde llega ni por donde se va. En sus manos eres como marioneta feliz movida por sus hilos y a su antojo. Como veleta expuesta al capricho de los vientos. Está presente en todas las modalidades del arte, en todas las caricias del planeta, en todos rincones del tiempo. No se puede vivir sin aire, ni se puede respirar sin amor... 


   Después de una exhaustiva recogida de datos; sumando desvelos, analizando suspiros, catalogando besos, auscultando latidos, atando anhelos... nos hemos atrevido a tipificar hasta veinticuatro tipos de amor diferentes, según sean de altos vuelos o de “ a ras del suelo”, diurnos, taciturnos, insomnes, delirantes, desesperados, desatendidos, acogedores o festivos... 
Advirtiendo las características que, a grandes rasgos, comparten algunos de ellos, los hemos clasificados en cuatro categorías principales. 


Amores Desmedidos
Amores a Medias
Amores a Medida
Amores Medio-ocres.

Una vez que cada clase de amor ocupó su lugar dentro de una de estas cuatro categorías, nos dispusimos a diseccionar con precisión de cirujano y uno por uno, los veintiséis prototipos que quedan recogidos en estas páginas.  



xoves, 23 de outubro de 2014

OS NENOS TONTOS, Ana María Matute

ANA MARÍA MATUTE, Os nenos tontos, Editorial?, Cidade?, 2015?.

[NUG MAT nen]

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Biblos, Bubulú, El Patito Editorial, Galaxia, Kalandraka, OQO, Rinoceronte, Xerais...
Nós non temos moita idea de dereitos editoriais. Tampoco temos feitos os estudos de mercado que din que determinan como ten que andar a nosa cultura.
Simplemente, botamos en falta unha tradución desta obra seminal no ámbito das microformas, pois tería moitos lectores infantís e moitísimos lectores adultos.  
Publicado en 1956, está considerado un dos primeiros libros adicado íntegramente ao microrrelato.
Deixamos traducidos ao galego estes catro microrrelatos dos que disfrutarán os nosos lectores.
A nosa ousadía terá castigo?

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O OUTRO PÍCARO


   Aquel neno era un neno distinto. Non se metía no río, ata a cintura, nin buscaba niños, nin roubaba a froita do home rico e feo. Era un neno que non amaba nin martirizaba os cans, nin os levaba de caza cun fusil de madeira. Era un neno distinto, que non perdía o cinto, nin rompía os zapatos, nin levaba cicatrices nos xeonllos, nin manchaba os dedos de tinta morada. Era outro neno, sen soños de cabalos, sen medo da noite, sen curiosidade, sen preguntas. Era outro neno, outro, que ninguén viu nunca, que apareceu na escola da señorita Leocadia, sentado no último pupitre, co seu xibonciño de veludo malva, bordado en prata. Un neno que todo o o miraba con outra mirada, que non dicía nada porque todo o tiña dito. E cando a señorita Leocadia lle viulle os dous dedos da man dereita unidos, sen poderse despegar, caeu de xeonllos, chorando, e dixo: «¡Ai de min, ai de min! O neno do altar estaba triste e veu á miña escola!»

***

O CARRUSEL


   O neno que non tiña un cadelo espreitaba  pola feira coas mans nos petos, buscando polo chan. O neno que non tiña un cadelo  non quería mirar ao tiro ao branco, nin á nora, nin, sobre todo, ao carrusel  dos cabalos amarelos, encarnados e verdes, ensartados en barras de ouro. O neno que non tiña un cadelo, cando miraba de esguello, dicía: “Iso é unha tontería que non leva a ningunha parte. Só dá voltas e voltas e non leva a ningunha parte”. Un día de chuvia, o neno atopou no chan
 unha chapa redonda de folla de lata; a mellor chapa da mellor botella de cervexa que vise nunca. A chapa brillaba tanto que o neno colleuna e foi correndo ao carrusel, para comprar todas as voltas. E aínda que chovía e o carrusel estaba tapado coa lona, en silencio e quedo, subiu nun cabalo de ouro que tiña grandes ás. E o carrusel empezou a dar voltas, voltas, e a música púxose a dar gritos entre a xente, como el non viu nunca. Pero aquel carrusel era tan grande, tan grande, que nunca terminaba a súa volta, e os rostros da feira, e os toldiños, e a chuvia, afastáronse del. “Que fermoso é non ir a ningunha parte”, pensou o neno, que nunca estivo tan alegre. Cando o sol secou a terra mollada, e o home levantou a lona, todo o mundo fuxiu, berrando. E ningún neno quixo volver montar naquel carrusel.

***
O INCENDIO


   O neno colleu os lapis cor laranxa, o lapis da cor amarela, e aquel por unha punta azul e a outra vermello. Foi  con eles á esquina, e estendeuse no chan. A esquina era branca, ás veces a metade negra, a metade verde. Era a esquina da casa, e todos os sábados a caleaban. O neno tiña os ollos irritados de tanto branco, de tanto sol cortando a súa mirada con fíos  de coitelo. Os lapis do neno eran laranxa, vermello, amarelo e azul. O neno prendeu lume á esquina coas súas cores. Os seus lapis —sobre todo aquel de cor amarela, tan longo—  prendéronse dos postigos e as contraventás verdes, e todo renxía, brillaba, trenzábase. Esfarelouse sobre a súa cabeza, nunha fermosa choiva de cinza, que o abrasou.

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O ESCAPARATE DA PASTELERÍA


   O neno pequeno, dos pés descalzos e sucios, soñaba todas as noites que entraba dentro do escaparate. Tralo cristal había tortas de mazá, guindas vermellas e salsa de caramelo, que brillaba. Aquel neno pequeno ía sempre seguido dun can descolorido, delgado. Un can de perfil.
   Unha noite, o neno levantouse con ollos estrañamente abertos. Os ollos daquel neno estaban vernizados de almíbar, e a súa boca tiña dentiños  agudos, ansiosos.
   Chegou ao escaparate e apoiou a fronte no cristal, que estaba frío. Sentiu gran desolación nas palmas das mans. Todo estaba apagado, e nada vía. Pero aquel neno somnámbulo volveu á súa choza coas redondas pupilas, da cor do mel e azucre tostado, moi abertas.
   O sol chegou, grande, e o neno viuno entrar. Non podía pechar os ollos e suspiraba. Naquel momento unha señora caritativa asomou a cabeza pola porta. Traía un cazolo cheo de garavanzos que lle sobraron.
   —Eu non teño fame. —Eu non teño fame —dixo o neno. E a señora caritativa, escandalizada, foi contalo a todo o mundo. “Eu non teño fame”, repetiu o neno, interminablemente.
   O fraco cadelo marchou de alí, co corazón oprimido. Volveu, traendo na boca un anaco de xeada, que brillaba ao sol como un gran caramelo. O neno chupouno durante toda a mañá, sen que se fundisen na súa boca fría, con toda a nostalxia.

martes, 21 de outubro de 2014

LOS NIÑOS TONTOS, Ana María Matute


ANA MARÍA MATUTE, Los niños tontos, Media vaca, Valencia, 2000 (1956).  Ilustraciones de Javier Olivares.

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No ano 1956 Ana María Matute publica os vinte e un relatos que compoñen Los niños tontos, en dúas edicións: a da editorial Arión, en Madrid e a de Destino en Barcelona. A edición de Media Vaca engade a modo de apéndices dous textos: "Como comencé a escribir" (pp. 103-106) da autora; e "Cosas que recuerdo" (pp. 107-109), texto do ilustrador, Javier Olivares, quen elixe o añil e o negro como cores dominantes das súas ilustracións. 
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EL HIJO DE LA LAVANDERA

   Al hijo de la lavandera le tiraban piedras los niños del administrador porque iba siempre cargado con un balde lleno de ropa, detrás de la gorda que era su madre, camino de los lavaderos. Los niños del administrador silbaban cuando pasaba, y se reían mucho viendo sus piernas, que parecían dos estaquitas secas, de esas que se parten con el calor, dando un chasquido. Al niño de la lavandera daban ganas de abrirle la cabeza pelada, como un melón-cepillo, a pedradas; la cabeza alargada y gris, con costurones, la cabeza idiota, que daba tanta rabia. Al niño de la lavandera un día lo bañó su madre en el barreño, y le puso jabón en la cabeza rapada, cabeza-sandía, cabeza-pedrusco, cabeza-cabezón-cabezota, que había que partírsela de una vez. Y la gorda le dio un beso en la monda lironda cabezorra, y allí donde el beso, a pedrada limpia le sacaron sangre los hijos del administrador, esperándole escondidos, detrás de las zarzamoras florecidas.

venres, 10 de outubro de 2014

EN EL CAFÉ DE LA JUVENTUD PERDIDA, Patrick Modiano

PATRICK MODIANO, En el café de la juventud perdida, Anagrama, Barcelona, 2008, 131 páxinas.

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Patrick Modiano gana o Nobel de Literatura e nós xa sentimos dentro de nós o latexo que nos leva a querer falar dunha das súas obras maestras. 
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   De las dos entradas del café, siempre prefería la más estrecha, la que llamaban la puerta de la sombra. Escogía la misma mesa, al fondo del local, que era pequeño. Al principio, no hablaba con nadie; luego ya conocía a los parroquianos de Le Condé, la mayoría de los cuales tenía nuestra edad, entre los diecinueve y los veinticinco años, diría yo. En ocasiones se sentaba en las mesas de ellos, pero, las más de las veces, seguía siendo adicta a su sitio, al fondo del todo.
   No llegaba a una hora fija. Podía vérsela ahí sentada por la mañana muy temprano. O se presentaba a eso de las doce de la noche y se quedaba hasta la hora de cerrar. Era el café que más tarde cerraba en el barrio, junto con Le Bouquet y La Pergola, y el que tenía una clientela más peculiar. Ahora que ha pasado el tiempo me pregunto si no era sólo su presencia la que hacía peculiares el local y a las personas que en él había, como si lo hubiera impregnado todo con su perfume.
   Vamos a suponer que llevan allí a alguien con los ojos vendados, lo sientan a una mesa, le quitan la venda y le preguntan: ¿En qué barrio de París estás? Bastaría con que mirase a los vecinos y escuchase lo que decían y es posible que lo adivinara: Por las inmediaciones de la glorieta de L'Odéon, que siempre me imagino igual de lúgubre bajo la lluvia.
   Entró un día en Le Condé un fotógrafo. Nada había en su aspecto que lo diferenciase de los parroquianos. La misma edad, el mismo atuendo desaliñado. Llevaba una chaqueta que le estaba larga, un pantalón de lienzo y zapatones del ejército. Hizo muchas fotos a los asiduos de Le Condé. Él también se volvió un asiduo y a los demás les parecía que le hacía fotos a la familia. Mucho más adelante se publicaron en un álbum dedicado a París, sin más pie que los nombres de los clientes o sus apodos. Y ella aparece en varias de esas fotos. Captaba la luz, como se dice en el cine, mejor que los demás. En ella es en la primera en quien nos fijamos, de entre todos los otros. En la parte de abajo de la página, en los pies de foto, se la menciona con el nombre de «Louki». «De izquierda a derecha: Zacharias, Louki, Tarzan, Jean-Michel, Fred y Ali Cherif...» «En primer plano, sentada en la barra: Louki. Detrás Annet, Don Carlos, Mireille, Adamov y el doctor Vala.» Está muy erguida, mientras que los demás tienen la guardia baja; el que se llama Fred, por ejemplo, se ha quedado dormido con la cabeza apoyada en el asiento de molesquín y se ve muy bien que lleva varios días sin afeitarse. Hay que dejar claro lo siguiente: el nombre de Louki se lo pusieron cuando empezó a ir asiduamente por Le Condé. Yo estaba allí una noche, cuando entró a eso de las doce y ya no quedaban más que Tarzan, Fred, Zacharias y Mireille, sentados a la misma mesa. Fue Tarzan quien exclamó: «Anda, aquí viene Louki...» Primero pareció asustada y, luego, sonrió. Zacharias se puso de pie y, con tono de fingida seriedad, dijo: «Esta noche te bautizo. A partir de ahora te llamarás Louki.» Y según iba pasando el rato y todos la llamaban Louki, creo que sentía alivio por tener ese nombre nuevo. Sí, alivio. Porque, desde luego, cuanto más lo pienso más vuelvo a mi primera impresión: se refugiaba aquí, en Le Condé, como si quisiera huir de algo, escapar de un peligro. Se me ocurrió cuando la vi sola, al fondo del todo, en aquel sitio en donde nadie podía fijarse en ella. Y cuando se mezclaba con los demás, tampoco llamaba la atención. Se quedaba en silencio y reservada y se limitaba a escuchar. Llegué incluso a decirme que, para mayor seguridad, prefería los grupos escandalosos, prefería a los «bocazas», porque, en caso contrario, no habría estado casi siempre sentada en la mesa de Zacharias, de Jean-Michel, de Fred y de la Houpa... Junto a ellos, el entorno se la tragaba, no era ya sino una comparsa anónima, de esas de las que dicen en los pies de foto: «Persona no identificada» o, más sencillamente, «X». Sí, en la primera época en Le Condé nunca la vi hablando a solas con alguien. Y además no había inconveniente en que alguno de los bocazas la llamase Louki cuando hablaba para todos puesto que en realidad no se llamaba así.
   No obstante, si te fijabas bien, notabas unos cuantos detalles que la diferenciaban de los demás. Se vestía con un primor poco usual en los parroquianos de Le Condé. Una noche, en la mesa de Tarzan, de Ali Cherif y de la Houpa, mientras encendía un cigarrillo me llamó la atención lo delicadas que tenía las manos. Y, sobre todo, le brillaban las uñas. Las llevaba pintadas con un barniz incoloro. Puede parecer un detalle fútil. Seamos, pues, más trascendentes. Para ello es menester dar unos cuantos detalles acerca de los parroquianos de Le Condé. Tenían, decíamos, entre diecinueve y veinticinco años, salvo algunos, como Babilée, Adamov o el doctor Vala, que se iban acercando poco a poco a los cincuenta, pero de cuya edad se olvidaba uno. Babilée, Adamov o el doctor Vala seguían siendo fieles a su juventud, a eso a lo que podríamos dar el hermoso nombre, melodioso y pasado de moda, de «bohemia». Busco en el diccionario «bohemio»: Persona que lleva una vida de vagabundeo, sin normas ni preocupación por el mañana. He aquí una definición que les iba muy bien a las asiduas y a los asiduos de Le Condé. Algunos de ellos, como Tarzan, Jean-Michel y Fred aseguraban que, desde la adolescencia, habían tenido que vérselas bastante más de una vez con la policía, y la Houpa se había fugado a los dieciséis años del correccional de Le Bon Pasteur. Pero estábamos en París y en la Rive Gauche, la orilla izquierda del Sena, y la mayoría de ellos vivían a la sombra de la literatura y de las artes. Yo, por mi parte, estaba estudiando. No me atrevía a decirlo y, en realidad, no me mezclaba en serio con aquel grupo.
   Me di cuenta claramente de que era diferente de los demás. ¿De dónde venía antes de que le pusieran aquel nombre? Los parroquianos de Le Condé solían tener un libro en las manos, que dejaban al desgaire encima de la mesa y cuya tapa estaba manchada de vino. Los cantos de Maldoror, Iluminaciones, Las barricadas misteriosas. Pero ella, al principio, siempre llegaba con las manos vacías. Y, luego, seguramente, debió de querer hacer lo mismo que los demás y un día, en Le Condé, la sorprendí sola y leyendo. Desde entonces, el libro ya no la dejó nunca. Lo colocaba bien a la vista encima de la mesa, cuando estaba con Adamov y los demás, como si aquel libro fuera el pasaporte o la tarjeta de residente que legitimaba su presencia junto a ellos. Pero nadie se fijaba, ni Adamov, ni Babilée, ni Tarzan, ni la Houpa. Era un libro de bolsillo con la tapa sucia, de esos que se compran en los puestos de lance de los muelles y cuyo título estaba impreso en grandes letras rojas: Horizontes perdidos. Por entonces, era algo que no me decía nada. Debería haberle preguntado de qué trataba el libro, pero me dije, tontamente, que Horizontes perdidos no era para ella sino un accesorio y que hacía como si lo estuviera leyendo para ponerse a tono con la clientela de Le Condé. A aquella clientela, si un transeúnte le hubiera lanzado una mirada furtiva desde la calle –e incluso si hubiera apoyado la frente en la cristalera–, la habría tomado por una sencilla clientela de estudiantes. Pero no habría tardado en cambiar de opinión al fijarse en la cantidad de alcohol que bebían en la mesa de Tarzan, de Mireille, de Fred y de la Houpa. En los apacibles cafés del Barrio Latino, nadie habría bebido nunca tanto. Por supuesto, en las horas bajas de la tarde Le Condé podía resultar engañoso. Pero según iba cayendo el día, se convertía en el punto de cita de eso que un filósofe sentimental llamaba «la juventud perdida». ¿Por qué ese café y no otro? Por la dueña, una tal señora Chadly a la que nada parecía sorprender y que mostraba incluso cierta indulgencia con sus parroquianos. Muchos años después, cuando las calles del barrio no brindaban ya más que escaparates de lujosos comercios de moda y una marroquinería ocupaba el lugar de Le Condé, me encontré con la señora Chadly en la otra orilla del Sena, en la cuesta arriba de la calle Blanche. Tardó en reconocerme. Caminamos juntos un buen rato hablando de Le Condé. Su marido, un argelino, compró el comercio al acabar la guerra. Se acordaba de cómo nos llamábamos todos. Con frecuencia se preguntaba qué habría sido de nosotros, pero no se hacía ilusiones. Supo, desde el principio, que las cosas iban a irnos muy mal. Unos perros perdidos, me dijo. Y cuando nos separamos, delante de la farmacia de la plaza Blanche, me hizo la siguiente confidencia, mirándome a los ojos: «A mí la que más me gustaba era Louki. »