venres, 17 de novembro de 2017

MAMÁ, QUIERO SER FEMINISTA, Carmen G. de la Cueva

CARMEN G. DE LA CUEVA, Mamá, quiero ser feminista, Lumen, Barcelona, 2017, 2010 páxinas. Ilustración de Malota.

[NC CUE mam]
EL MOMENTO DECISIVO

   Nunca olvidaré el día en que me regalaron un pequeño libro que me acompañará siempre: Mujercitas, de Louisa May Alcott. Era una primera edición rústica con ilustraciones publicada el mismo año de mi nacimiento, 1986. Yo tendría unos seis años cuando mi madre me lo trajo y todavía lo conservo lleno de marcas de lápiz vagamente borradas por el tiempo. La historia parecía bien sencilla: la vida de cuatro hermanas en un pueblecito muy parecido al mío. Pero encontrarme con Jo, la segunda de las hermanas March, fue todo un descubrimiento. Entonces era hija única y todas las mujeres que tenía cerca eran mucho mayores que yo.
   A medida que iba conociendo a Jo, sentía que era parte de mi familia, una más, una versión de mi yo futuro más rebelde, y que no se sometía tanto al juicio del resto de las mujeres de su entorno. Lo que más llamó mi atención fue que Jo quisiera ser escritora. Yo quería ser escritora pero por entonces solo sabía leer. A mi corta edad, había intentado fallidamente la escritura de algunos poemitas o cuentos, siempre en mi mente, casi nunca llevaba aquellos intentos al papel. De pronto Jo entró cual torbellino en mi cabeza y, como si de una hermana mayor se tratase, comencé a imitarla en todo. Y cuando digo en todo, quiero decir que, en mi cabecita infantil, quise entregarme a la escritura en cuerpo y alma; como ella, quise escribir algunas obritas de teatro para interpretarlas con mis amigas y, sobre todo, quise vestirme de escritora. Parecía lo más sensato. Tomar prestado un delantal del cajón de la cocina de mi casa, uno especialmente bonito, a cuadritos blancos y rojos, y un gorro de lana acabado en una borla que en invierno no soportaba, pero que aquellos días me proporcionaba la seguridad que necesitaba para sentarme a escribir. O, al menos, jugar a hacerlo.
   No recuerdo que saliera nada de aquellas tardes en las que me quedaba quieta durante horas en una silla frente a un cuaderno de dos rayas y con Mujercitas lo más cerca posible de mi mano por si la inspiración de Jo para contar historias se me contagiaba. Entonces pensé que quizá no era suficiente con el traje de escritora, que tenía que dar un paso más, un paso definitivo en mi carrera: cortarme la melena. Había leído que Jo, en un acto heroico por ayudar a su madre, vendió sus preciosas trenzas. Y aunque la noche que le cortaron el pelo lloró desconsoladamente porque lo extrañaba, creo que desde ese momento fue mucho más ella misma. Estaba más cerca de lo que siempre quiso: salir a vivir aventuras y no quedarse nunca más en la casa tejiendo como una vieja; hacer las cosas que hacían los chicos.
   Una mañana de sábado bien temprano, justo antes de que mi madre se despertara, me levanté de la cama y encaminé mis pasos hacia la peinadora de mi habitación. Me situé frente al espejo y saqué las tijeras de un cajón. Ni poniéndome de puntillas conseguía verme de cuerpo entero. Había llegado el momento decisivo de entregarme de lleno a mi oficio. Me vi allí, en pijama, con las tijeras de plástico en la mano a punto de dar el paso. Y no pude. Corté poco más que un par de mechones y los escondí dentro del libro. Pensé que algún día tendría el valor de mi hermana Jo para cortarme la melena. Sin embargo, tendrían que pasar veinte años para verme así, con el pelo como un chico, como siempre me había imaginado desde que conocí a Jo.

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