SVETLANA ALEXIEVICH, Voces de Chernóbil : crónica del futuro, Debolsillo, Barcelona, 2015, 406 páxinas.
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Un ten a sospeita de que o teléfono de Ricardo San Vicente nestes momentos non parará de soar. El é o tradutor da única obra que se pode mercar ou retirar das bibliotecas en España. De Voces de Chernóbil : crónica del futuro houbo unha edición anterior en Siglo XXI [Madrid, 2006]. Está claro que a Fundación Nobel pretende chegar un ano antes ás cerimonias de lembranza dos trinta anos da Catástrofe de Chernóbil. Ou ben, tal vez desde Estocolmo queiran evidenciar a idea de que no periodismo (ben entendido) tamén se pode chegar a altas cotas de literariedade.
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MONÓLOGO ACERCA DE PARA QUÉ RECUERDA LA GENTE
Yo también tengo una pregunta. Una a la que yo mismo no puedo dar una respuesta.
Pero, usted se ha propuesto escribir sobre esto. ¿Sobre esto? Yo no querría que esto se supiera de mí…, que he vivido allí. Por un lado, tengo el deseo de abrirme, de soltarlo todo, pero, por otro, noto cómo me desnudo, y esto es algo que no quisiera que…
¿Recuerda usted aquello en Tolstói?… Después de la guerra, Pierre Bezújov está tan conmocionado que le parece que él y el mundo han cambiado para siempre. Pero pasa cierto tiempo y Bezújov se dice sorprendido a sí mismo: «Todo continuará igual, seguiré como antes riñendo al cochero, me pondré a refunfuñar como siempre». Entonces, ¿para qué recuerda la gente? ¿Para restablecer la verdad? ¿La justicia? ¿Para liberarse y olvidar? ¿Porque comprenden que han participado en un acontecimiento grandioso? ¿O porque buscan en el pasado alguna protección? Y todo eso, a sabiendas de que los recuerdos son algo frágil, efímero; no se trata de conocimientos precisos, sino de conjeturas sobre uno mismo. No son aún conocimientos, son solo sentimientos. Lo que siento.
Me he torturado, he rebuscado en mi memoria y al fin he recordado.
Lo más horroroso que me ha sucedido me pasó en la infancia. Era la guerra… Recuerdo cómo siendo unos chavales jugábamos a «papás y mamás», desnudábamos a los críos y los colocábamos el uno sobre el otro. Eran los primeros niños nacidos después de la guerra. Toda la aldea sabía qué palabras decían ya, cómo empezaban a andar, porque durante la guerra se olvidaron de los niños. Esperábamos la aparición de la vida. «Papás y mamás», así se llamaba el juego. Queríamos ver la aparición de la vida. Y eso que no teníamos más de ocho o diez años.
He visto cómo una mujer trataba de quitarse la vida. Entre los arbustos, junto al río. Cogía un ladrillo y se golpeaba con él en la cabeza. Estaba embarazada de un policía[1], de un hombre al que toda la aldea odiaba.
Siendo aún un niño, yo había visto cómo nacían los gatitos. Ayudé a mi madre a tirar de un ternero cuando salía de la vaca y llevé a aparearse a nuestra cerda.
Recuerdo… Recuerdo cómo trajeron a mi padre muerto; llevaba un jersey, se lo había tejido mi madre. Al parecer, lo habían fusilado con una ametralladora o con un fusil automático. Algo sanguinolento salía a pedazos de aquel jersey. Allí estaba, sobre nuestra única cama; no había otro lugar donde acostarlo. Luego lo enterraron junto a la casa. Y aquella tierra era lo contrario del descanso eterno, era barro pesado, de la huerta de remolachas. Por todas partes seguían los combates. La calle sembrada de caballos caídos y hombres muertos.
Para mí son recuerdos hasta tal punto vedados que no hablo de ellos en voz alta.
Por entonces yo percibía la muerte igual que un nacimiento. Tenía más o menos el mismo sentimiento cuando el ternero aparecía desde el interior de una vaca. Cuando salían los gatitos. Y cuando la mujer se intentaba quitar la vida entre los arbustos. Por alguna razón, todo eso me parecía la misma cosa, lo mismo. El nacimiento y la muerte.
Recuerdo desde la infancia cómo huele la casa cuando se sacrifica un cerdo. Y, en cuanto usted me toque, empezaré a caer, a hundirme allí. Hacia la pesadilla. Hacia el horror. Vuelo hacia allí.
También recuerdo cómo, siendo niños, las mujeres nos llevaban consigo a los baños. Y a todas las mujeres, también a mi madre, se les caía la matriz (eso ya lo comprendíamos); se la sujetaban con trapos. Esto lo he visto yo. La matriz se salía debido al trabajo duro. No había hombres, los habían matado a todos en el frente, en la guerrilla; tampoco había caballos; las mujeres tiraban de los arados con sus propias fuerzas. Labraban sus huertos y los campos del koljós [2].
Cuando, al hacerme mayor, tenía trato íntimo con una mujer, me venía todo esto a la memoria. Lo que había visto en los baños.
Quería olvidar. Olvidarlo todo. Lo olvidé. Y creía que lo más horroroso ya me había sucedido en el pasado. La guerra. Que estaba protegido, que ya estaba a salvo. A salvo gracias a lo que sabía, a lo que había experimentado… allí… entonces…Pero…
Pero he viajado a la zona de Chernóbil. Ya había estado muchas veces. Y allí he comprendido que me veo impotente. Que no comprendo. Y me estoy destruyendo con esta incapacidad de comprender. Porque no reconozco este mundo, un mundo en el que todo ha cambiado. Hasta el mal es distinto. El pasado ya no me protege. No me tranquiliza. Ya no hay respuestas en el pasado. Antes siempre las había, pero hoy no las hay. A mí me destruye el futuro, no el pasado. [Se queda pensativo.]
Para qué recuerda la gente? Esta es mi pregunta. Pero he hablado con usted, he pronunciado unas palabras. Y he comprendido algo. Ahora no me siento tan solo. Pero ¿qué ocurre con los demás?
PIOTR S., psicólogo
- Denominación dada a los guardias nombrados por los alemanes en la URSS durante la segunda guerra mundial.
- Granja colectiva en la que trabajaban todos los campesinos.
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