400 gramos. Este ejemplar de La hora violeta pesa alrededor de 400 gramos. Si alguien tuviera la ocurrencia de lanzarlo a un río, al mar o un estanque, bastarían cinco minutos para que se perdiera en el fondo convertido en una pasta gomosa e irrelevante, ante la atónita mirada de los peces.
Esta tarde yo podría haberme permitido la humorada de haber elegido mi mejor americana y una camisa recién planchada para poder representar ante Sergio el modelo de elegancia que él atribuye a los directores de instituto. No me atrevido por dos motivos: el primero, mi Cris, me ha prevenido: «Ni con esa americana resultarías elegante». (También probablemente podría haber dicho que no soy ya lo suficientemente de izquierdas o, incluso, señalar que no basta un nombramiento, que nadie percibirá en mí la autoridad, aún exigua, de un Director de instituto). Pero hay otro motivo más poderoso: hoy ni siquiera soy un profesor de literatura que pueda enhebrar cuatro metáforas robadas para presentar a un escritor; hoy sólo soy un lector agradecido. Muy agradecido.
No hace demasiados años, la vida me empujó a esa terrible alambrada de espino que es la muerte de nuestros seres más queridos y al posterior e inacabable duelo. Haber leído Tiempo de vida de Marcos Giralt Torrente, El jardín de la memoria de Lea Vélez y, sobre todo, La hora violeta me ayudó a comprender que esa alambrada no me abandonará jamás, que me rodeará siempre.
Encontré este ejemplar de La hora violeta flotando no sé sobre qué aguas y a él he podido aferrarme: estos cuatrocientos gramos de papel me han permitido no hundirme.
Decía todavía ayer Sergio que no cree que pueda o deba esperarse de la literatura una función terapéutica. A mí La hora violeta y después Lo que a nadie importa o La mirada de los peces me han ayudado y me siguen ayudando, «entre fritanga y horas no vividas» o malvividas, a serenar mis gestos para evitar que la angustia y el desgarro multipliquen el daño.
Agradecemos a Random House Mondadori, a Javier Pintor Elizalde a Carmela y a Tucho que posibiliten este encuentro y sobre todo a Sergio del Molino, de quien esperamos que no se vea muy obligado a ejercitar una de sus habilidades confesas: «fingir interés ante preguntas idiotas».
Francisco Rodríguez Coloma
Fotografías: Tucho Calvo
Ningún comentario:
Publicar un comentario