HÉCTOR ABAD FACIOLINCE, El olvido que seremos, Booket, Barcelona, 2011, 420 páxinas.
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Pronto retomaremos a actividade dos Clubes de Lectura.
E un dos Clubes de Lectura que mantivo unha interesante actividade foi o Clube de Adultos Aguiar.
Deciamos en xaneiro de 2014 que a nosa proposta era reunir ás persoas interesadas en falar periódicamente sobre un libro que acordáramos ler. A nosa idea é que ditos libros foran tamén un estímulo para falar do que nos une a familias e docentes: a educación. Tamén quedou claro no curso anterior que libros como este El olvido que seremos (do que se pode ler, como adianto, o primerio capítulo) permitirán ter de que falar.
Aínda que pronto faremos chegar esta proposta as vosas casas empregando de carteiros aos vosos fillos, queda aquí xa dende hoxe a posibilidade de inscribirse no correo [bibliofranciscoaguiar@gmail.com] indicando como asunto “Club lectura Nais Pais”.
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En la casa vivían diez mujeres, un niño y un señor. Las mujeres eran Tata, que había sido la niñera de mi abuela, tenía casi cien años, y estaba medio sorda y medio ciega; dos muchachas del servicio —Emma y Teresa—; mis cinco hermanas—Maryluz, Clara, Eva, Marta, Sol—; mi mamá y una monja. El niño, yo, amaba al señor, su padre, sobre todas las cosas. Lo amaba más que a Dios. Un día tuve que escoger entre Dios y mi papá, y escogí a mi papá. Fue la primera discusión teológica de mi vida y la tuve con la hermanita Josefa, la monja que nos cuidaba a Sol y a mí, los hermanos menores. Si cierro los ojos puedo oír su voz recia, gruesa, enfrentada a mi voz infantil. Era una mañana luminosa y estábamos en el patio, al sol, mirando los colibríes que venían a hacer el recorrido de las flores. De un momento a otro la hermanita me dijo:
—Su papá se va a ir para el Infierno.
—¿Por qué? —le pregunté yo.
—Porque no va a misa.
—¿Y yo?
—Usted va a irse para el Cielo, porque reza todas las noches conmigo.
Por las noches, mientras ella se cambiaba detrás del biombo de los unicornios, rezábamos padrenuestros y avemarías. Al final, antes de dormirnos, rezábamos el credo: «Creo en Dios Padre, Todopoderoso, Creador del Cielo y de la Tierra, de todo lo visible y lo invisible...». Ella se quitaba el hábito detrás del biombo para que no le viéramos el pelo; nos había advertido que verle el pelo a una monja era pecado mortal. Yo, que entiendo las cosas bien, pero despacio, había estado imaginándome todo el día en el Cielo sin mi papá (me asomaba desde una ventana del Paraíso y lo veía a él allá abajo, pidiendo auxilio mientras se quemaba en las llamas del Infierno), y esa noche, cuando ella empezó a entonar las oraciones detrás del biombo de los unicornios, le dije:
—No voy a volver a rezar.
—¿Ah, no? —me retó ella.
—No. Yo ya no me quiero ir para el Cielo. A mí no me gusta el Cielo sin mi papá. Prefiero irme para el Infierno con él.
La hermanita Josefa asomó la cabeza (fue la única vez que la vimos sin velo, es decir, la única vez que cometimos el pecado de verle sus mechas sin encanto) y gritó: «¡Chito!». Después se dio la bendición.
Yo quería a mi papá con un amor que nunca volví a sentir hasta que nacieron mis hijos. Cuando los tuve a ellos lo reconocí, porque es un amor igual en intensidad, aunque distinto, y en cierto sentido opuesto. Yo sentía que a mí nada me podía pasar si estaba con mi papá. Y siento que a mis hijos no les puede pasar nada si están conmigo. Es decir, yo sé que antes me haría matar, sin dudarlo un instante, por defender a mis hijos. Y sé que mi papá se habría hecho matar sin dudarlo un instante por defenderme a mí. La idea más insoportable de mi infancia era imaginar que mi papá se pudiera morir, y por eso yo había resuelto tirarme al río Medellín si él llegaba a morirse. Y también sé que hay algo que sería mucho peor que mi muerte: la muerte de un hijo mío. Todo esto es una cosa muy primitiva, ancestral, que se siente en lo más hondo de la conciencia, en un sitio anterior al pensamiento. Es algo que no se piensa, sino que sencillamente es así, sin atenuantes, pues uno no lo sabe con la cabeza sino con las tripas.
Yo amaba a mi papá con un amor animal. Me gustaba su olor, y también el recuerdo de su olor, sobre la cama, cuando se iba de viaje, y yo les rogaba a las muchachas y a mi mamá que no cambiaran las sábanas ni la funda de la almohada. Me gustaba su voz, me gustaban sus manos, la pulcritud de su ropa y la meticulosa limpieza de su cuerpo. Cuando me daba miedo, por la noche, me pasaba para su cama y siempre me abría un campo a su lado para que yo me acostara. Nunca dijo que no. Mi mamá protestaba, decía que me estaba malcriando, pero mi papá se corría hasta el borde del colchón y me dejaba quedar. Yo sentía por mi papá lo mismo que mis amigos decían que sentían por la mamá. Yo olía a mi papá, le ponía un brazo encima, me metía el dedo pulgar en la boca, y me dormía profundo hasta que el ruido de los cascos de los caballos y las campanadas del carro de la leche anunciaban el amanecer.
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