xoves, 15 de xaneiro de 2015

EL INTENSO CALOR DE LA LUNA, Gioconda Belli

GIOCONDA BELLI, El intenso calor de la luna, Seix Barral, Barcelona, 2014, 318 páxinas.

[NC BEL int]

Podemos incorporar á nosa sección de novidades esta novela de Gioconda Belli tras a nova e xenerosa visita ao noso centro do novelista (e exalumno de Aguiar) Xesús Fraga.

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    De un momento a otro puede cambiarle a uno la vida. Es algo sabido que preferimos ignorar. Suficiente lidiar con las incertidumbres cotidianas. Si encima nos mortificáramos con la idea de cuánto puede suceder de forma inusitada, viviríamos titubeando. Sin embargo, algo de embriaguez tiene la noción de que todo lo que nos parece seguro y sólido puede desaparecer en un instante. Se vive a ras de esa percepción leve que aletea como pequeño insecto en la conciencia. Uno prefiere la engañosa certidumbre con que la vida dispensa mañanas y noches iguales; prefiere creer que la existencia es un manso y predecible río. Cuando oímos las historias de súbitos sobresaltos nos anclamos en la fe de que a nosotros no nos sucederá lo mismo, pero ¿quiénes somos para estar seguros?
   Tomemos el caso de Emma. Va conduciendo su coche. Lleva gafas oscuras grandes, de moda. Luce absorta en la carretera. Las manos que aferran el volante son finas y cuidadas. En la izquierda lleva anillo de matrimonio haciendo juego con el de diamante de compromiso. Su mirada fija nos engaña. Parece mirar el camino, pero va mirándose por dentro. Desde hace cuatro días espera que le baje la regla, y ésta no llega. Emma es una mujer exacta. Su regla suele llegar puntual a los treinta días del mes. Porque conoce perfectamente las costumbres de su cuerpo, en la fecha precisa ella se inserta en la trusa una toalla sanitaria después de bañarse. Hacia las doce o la una, sin fallar, siente la humedad y sonríe para sus adentros. La exactitud de su ciclo y su manera de adivinarlo la complacen enormemente. Contraria a muchas de sus amigas que soportan estoicas esos días, sufriendo a menudo de dolores y malestares de espalda, Emma experimenta un sentimiento de ligereza y alivio que la pone de buen humor. Ella jamás, ni siquiera en su adolescencia, ha sufrido de los signos que a otras afligen. El presagio de su ciclo no le produce granitos en la cara, hinchazón en los pies o irritabilidad. Lo que ella siente en los días precedentes al acontecimiento es una sensación de energía acumulada, una intensa subida de voltaje. Cuando toca la ropa de nylon, a pesar de vivir en el trópico, se electriza igual que sucede en los inviernos de los países fríos. No se explica el fenómeno de que su cuerpo produzca electricidad estática, pero que le pasa, le pasa. Se ríe de que a su marido se le alcen los vellos del brazo al acercarse y siempre le advierte que mejor se mantenga alejado para evitar terminar como pararrayos celeste. Después de varios días de sacudidas eléctricas al abrir el refrigerador o la puerta de su coche y de verse obligada a usar gel en el pelo para bajarse el friz, el rumor de alambre de alta tensión empieza a zumbarle en los oídos afectando su concentración. Es mucha la electricidad que Emma carga y cuando la puntual humedad por fin hace su aparición antes o después del almuerzo de la fecha señalada, ella cumple el ritual de encerrarse en el baño, cerciorarse del hecho y dejar que la embargue la deliciosa distensión que experimenta cuando músculo por músculo su cuerpo, como si al fin hiciese polo a tierra, se descarga de su magnética energía.

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