martes, 11 de novembro de 2014

CARTA DESDE LA TRINCHERA, Violeta Silva Sánchez


CARTA DESDE LA TRINCHERA

   En el gramófono sonaba la canción Avec Bidasse de André Cadou. Como si de una premonición se tratase. Esta canción hablaba de una guerra que nadie creía que pudiera llegar, pero para la que todos se preparaban. Me encontraba leyendo un libro en el viejo sofá de piel negra que tanto le gustaba a mi marido. Estaba colocado cerca de la ventana, donde la luz era más intensa y los rayos de sol daban calor a mi cuerpo. Los niños habían salido a jugar con unos amigos y estaba sola en casa. Cuando mis quehaceres me lo permitían, me dedicaba a la lectura. Era algo que me distraía mucho, me hacía olvidar la realidad y meterme en otras vidas distintas a la mía. Esta vez había elegido En busca del tiempo perdido de Marcel Proust. De pronto, la aldaba de la puerta sonó. Tardé en abrir porque tenía un mal presentimiento y quería alargar este momento, aún, de esperanza. Caminé despacio hacia la puerta, agarré la manilla, pero tardé unos segundos en girarla. Al abrir me encontré lo que no habría querido encontrarme nunca: era el cartero. Su cara parecía triste y haciendo un gesto de resignación, me entregó una carta. Todo mi mundo se vino abajo cuando recibí aquella carta amarilla. Intenté tranquilizarme, pero era imposible. Mis manos temblaban y un sudor frío recorría mi cuerpo. Me imaginaba su contenido. Me armé de valor y la abrí con dificultad. La carta era de mi marido Pierre que se encontraba en el frente luchando contra los alemanes.


Marne, 5 de septiembre de 1914.


   Querida Marie:

   He decidido escribir esta carta y dársela al comandante Joffre con la intención de entregártela si no sobrevivo.

   Aunque estamos en septiembre, hace mucho frío. Estoy sentado en esta trinchera horrible, llena de ratas y a dos metros de profundidad, rodeado de sacos de arena y alambre de púas. Es casi como estar enterrado en vida, pero en esta maldita guerra me parece el lugar más seguro. De vez en cuando el viento trae un olor a putrefacción de los cadáveres que se apilan fuera. Debemos procurar no sacar la cabeza porque hay francotiradores acechándonos, para ello han inventado varios mecanismos para disparar desde aquí abajo. Como te dije, es un sitio bastante seguro, aunque inmundo. Las ratas son enormes y a veces te despiertas, porque una está olisqueándote la cara o metida en algún bolsillo buscando comida. Son del tamaño de gatos, porque la comida es abundante: se alimentan de cadáveres. Son animales repulsivos. He visto a algunas ratas dejar una cabeza despojada de piel y músculo en pocos minutos. Empiezan siempre por los ojos y luego se comen el resto. Algún compañero se ha convertido en especialista en desratización, incluso han traído perros para ayudar.

   He conocido a muchos soldados. Venimos de todos lados. El poco tiempo que llevamos aquí no nos ha permitido conocernos a fondo, pero sí entablar una fuerte amistad. Miro sus caras y veo tristeza, miedo y resignación. Maldita guerra, que destroza familias, malditas fronteras y maldito poder. ¿Por qué tengo que estar aquí? Quiero estar en mi casa, con mi familia, en mi hogar. Ya no encuentro sentido a luchar por mi patria. El miedo me vence. ¿Qué será de vosotros sin mí? Me asusta que los niños se olviden de su padre, que no se acuerden de mí. ¡Podría haberles enseñado tantas cosas! Dios mío, hablo ya como si no existiera más futuro que hoy, pero tengo el presentimiento de que así será. Pronto formaré parte del grupo de los que han dejado este mundo prematuramente.



   Las lágrimas empañaban mis ojos, me costaba continuar leyendo. Caroline y Théo eran demasiado pequeños para comprender todo esto, pero me apenaba que no pudiesen disfrutar de un padre maravilloso, que les podría haber enseñado tanto. Me armé de valor y seguí leyendo:



   Muchos amigos y también enemigos han muerto por su patria. ¡Son tantas muertes inútiles! Han dejado madres, padres, mujeres e hijos desolados. Todo, por las ansias de poder de unos pocos. Cuando me encuentro cara a cara con el enemigo, es como mirarse en un espejo: veo mi misma cara de terror. Disparamos sin pensar para sobrevivir. He visto cadáveres de jóvenes, casi niños, y no puedo evitar pensar en Théo. Llega un momento en que el corazón deja de actuar como tal y sólo obedecemos al cerebro y esto me da miedo.

   Están repartiendo ropa y calzado porque la que tenemos está mojada y rota. Es ropa de otros compañeros que ya no la necesitan. Me han dado una chaqueta y al meter la mano en el bolsillo he encontrado la foto de una chica. Detrás lleva escrito: “A William con todo mi amor”. Pienso en esa chica, es otro corazón roto por esta maldita guerra. Me dan escalofríos al pensar en usar la chaqueta, pero tengo frío y la necesito. También me han dado unas botas que pertenecieron a un soldado alemán. Las que llevo me van pequeñas y tengo los pies destrozados. El camino hasta la trinchera ha sido largo, hemos recorrido más de 60 kilómetros. Primero en un tren, hacinados como ganado en un vagón con un poco de paja en el suelo y el resto a pie. Las nuevas botas me vendrán muy bien. Intento cambiar los calcetines varias veces al día porque el sudor y la humedad son lo peor. Es muy importante cuidar los pies y más en esta época. Como ha llovido tanto, la trinchera es un lodazal. Algún soldado sufre ya, lo que llaman, pies de trinchera. Tanta humedad ablanda el pie y causa infección pudiendo provocar gangrena y hasta amputación de miembros. Aquí en la trinchera si no te mata tu enemigo, mueres por enfermedad: disentería, tuberculosis, gripe o cualquier infección causada por molestos piojos, pulgas, ratas… Incluso la herida de artillería más pequeña puede complicarse y conducir a un hombre a la muerte. Estamos indefensos, abandonados de la mano de Dios. Ojalá tantas muertes y sufrimiento no sean inútiles y tengan algún sentido. Ahora mismo yo no se lo encuentro. El trato a los soldados me parece inhumano. Nos tratan como auténticos animales, cuando estamos sacrificando nuestra vida por sus ideales.

   ¿Recuerdas a Abel, el panadero? También está aquí. Se encarga de la comida y con su buen humor trata de alegrarnos un poco la vida. Hoy nos ha preparado una sopa de guisantes con unos trozos de carne de caballo, acompañado con un mendrugo de pan. Hace lo que puede, pero es una ración insuficiente para un soldado. Desde que los británicos se han unido, somos más a repartir, lo que no ayuda nada a mejorar nuestra situación en cuanto a la dieta.

   La vida aquí es aburrida, tenemos demasiado tiempo para pensar y la mente suele desviarse hacia la idea de la muerte. Los bombardeos son frecuentes, pero existe también el peligro de los gases tóxicos y corrosivos. Miles de compañeros mueren cada día y sus cuerpos apilados van descomponiéndose fuera de la trinchera. Esto no hace más que aumentar nuestro pesimismo. Nuestra moral está por los suelos.


   La voz de mi hija me trajo al presente. Preguntaba por qué lloraba y no fui capaz de ser sincera. Podría haberle dicho la verdad, podría haberle dicho que su padre había muerto por culpa de una estúpida guerra, podría haber salido corriendo de la habitación y descargar toda mi rabia. Estaba enfadada, pero no me moví, no dije nada. Fijé la vista en la ventana y seguí llorando. Entonces Caroline me abrazó y entendí que necesitaba una respuesta. Mi hija tenía diez años y ya no era tan niña como yo pensaba. Intenté escoger las palabras más sencillas y menos bruscas para la situación. Cogí sus manos e inmediatamente ella me abrazó. Lo había adivinado sin decirle nada. Entonces las dos, abrazadas, lloramos amargamente. Al rato, ya más tranquilas, continuamos con la triste carta de Pierre.


   No quiero que guardéis un mal recuerdo. El objetivo de esta carta es explicar con palabras y sabiendo que el tiempo se me echa encima, lo muchísimo que os quiero y lo muchísimo que os echaré de menos. Quiero que me recordéis feliz. Quiero que borréis de vuestra mente los malos ratos que he pasado aquí y que os he explicado en estas líneas. Necesitaba desahogarme. Habéis sido lo mejor que me ha pasado. No cambiaría nada de mi vida. Ojalá hubiésemos vivido en otra época, en una época sin guerras que destrozan familias. No encuentro las palabras adecuadas para expresar el amor que os tengo. Ahora y aquí, me doy cuenta de lo afortunado que he sido al tener una familia como la nuestra. Espero que seáis muy felices, os lo merecéis. Me voy con la pena de no haber disfrutado más con vuestra compañía, de no haber aprovechado cada segundo al máximo. Acordaos de mí. ¡Os quiero tanto!

   Marie, te pido que les hables a los niños de mi, de su padre. Mantén vivo mi recuerdo. En cuanto a ti, tendrás que rehacer tu vida, lo sé y me hace sentir un poco celoso. Sé feliz, lo más que puedas; se feliz por ti y por mí. No cierres las puertas al amor. Encuentra a alguien apropiado para los tres. Existe en el mundo, mucha gente buena y os merecéis lo mejor.

   Es casi de noche, y me cuesta escribir. La oscuridad me asusta, pero también oculta todo lo malo que me rodea en esta trinchera. Acabo esta última carta con la impresión de que quedan demasiadas cosas por decir, pero es tarde y casi no consigo distinguir mis propias palabras. Os deseo lo mejor. Acordaos de mí. Os quiero y os querré siempre. Mi corazón está lleno de vuestro amor. La muerte será más dulce si os tengo en mis pensamientos. Gracias por todo lo que me habéis dado.

   Pierre

 
   La carta había terminado. Las últimas palabras estaban escritas como a tientas, unas más juntas, otras más separadas y saliéndose de los renglones. Mi corazón estaba encogido. Caroline apoyaba su cabeza en mi hombro. Una lágrima resbalaba por su mejilla y se estrellaba contra mi blusa. Ninguna de las dos decía nada. Permanecimos en silencio, con la mirada clavada en la carta. No nos dimos cuenta del paso del tiempo. De repente, todo estaba oscuro. Cogí a Caroline de la mano y la llevé a su cuarto. La tumbé en la cama y fui a buscar a Théo. Lo tumbé en la cama con su hermana y me acosté en medio de los dos. Los apreté contra mi pecho y pensé: seré fuerte y sacaré a mis hijos adelante y jamás te olvidaré, Pierre. Jamás te olvidaremos, papá.



Violeta Silva Sánchez

1º Premio en el  Iº Concurso literario Premio Palacete.

&
François Flameng

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