mércores, 11 de outubro de 2017

LA TIERRA DE ANA, Jostein Gaarder

JOSTEIN GAARDER, La tierra de Ana, Siruela, Madrid, 2013, 120 páxinas.

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   Desde que era capaz de recordar, en Nochevieja las familias del pueblo subían en trineo hasta las granjas de verano. Los caballos se almohazaban y se adornaban para recibir el nuevo año, y en los trineos se colgaban cascabeles y se ponían antorchas encendidas para iluminar la oscuridad de la noche. Algunos años, una máquina de abrir pistas de esquí subía antes para que los caballos no patinaran en la nieve suelta. Lo importante era llegar a la montaña cada Nochevieja no en esquís o en moto de nieve, sino en caballo y trineo. La Navidad era mágica en sí, pero el viaje en trineo hasta las granjas de verano arriba en la montaña era la verdadera aventura del invierno.
   Todo era diferente en Nochevieja. Niños y adultos revueltos. Era el único día del año en el que las familias se mezclaban por completo. En solo el transcurso de una noche se salía de un año y se entraba en otro. Se pisaba una frontera invisible entre lo que había sido y lo que vendría. ¡Feliz Año Nuevo! ¡Gracias por todo, en este año que acaba!
   A Ana le encantaba la Nochevieja, y era incapaz de decidirse por lo que más le gustaba de todo: si subir a la granja de verano para celebrar lo poco que quedaba de año o si el camino de regreso, bajar de nuevo al pueblo bien envuelta en una manta de lana y con el cálido brazo de su madre, de su padre o de algún vecino rodeándole el hombro.
   Pero en la Nochevieja del año en el que Ana cumplió 10 años no había caído nada de nieve, ni arriba en las alturas ni abajo en el pueblo. La helada se había agarrado ya al paisaje, pero salvo alguna pequeña mancha aquí y allá, la montaña estaba desnuda, sin nada de nieve. Incluso el imponente pico estaba vergonzosamente desnudo bajo el cielo abierto, despojado de su blanco abrigo de invierno.
   Entre los adultos se murmuraba algo sobre «calentamiento global» y «cambio climático», y Ana se fijó en estas nuevas palabras. Por primera vez en su vida tuvo una ligera noción de que el mundo se estaba deteriorando.
   Pero nada ni nadie les impediría subir a la montaña en Nochevieja, y el único medio de transporte posible era el tractor. Además, este año la visita tradicional a las granjas de verano tendría que hacerse durante el día porque, sin nieve en la montaña, la Nochevieja sería tan oscura que no se vería absolutamente nada. Ni siquiera las antorchas serían de mucha ayuda, y además estas tendrían un aspecto ridículo en los tractores o remolques.
   En consecuencia, temprano el día de Nochevieja, cinco tractores subían a paso de tortuga por el bosque de abedules camino de la montaña, cargados de buena comida y bebida. Con nieve o sin ella, había que conseguir a toda costa un brindis por el año nuevo y algunos juegos en el suelo helado.
   En estas Navidades no solo se hablaba de la ausencia de nieve. Después de Nochebuena, se había visto en un par de ocasiones renos salvajes abajo en el pueblo junto a las granjas, y se bromeaba con que Papá Noel se habría olvidado de algunos de sus renos tras repartir los regalos en Nochebuena.
   Ana comprendió que esto de los renos era algo aterrador e inquietante. Nunca hasta entonces había ocurrido que renos salvajes bajaran hasta las poblaciones. En una granja intentaron alimentar a uno de ellos muerto de miedo, y en los periódicos salieron fotos: «Renos salvajes ocupan los pueblos de la montaña.

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