[NUC KAL rec]
Yo estaba seguro de que no sería médico. Me tumbe al sol en una meseta desértica que quedaba justo por encima de nuestra casa y me relajé. Mi tío, médico como muchos de mis parientes, me había preguntado ese día a qué profesión pensaba dedicarme, ahora que me iba a la universidad, y yo apenas había hecho caso a la pregunta. Si me hubieran obligado a responder, supongo que habría dicho que quería ser escritor, pero, en realidad, pensar en ese momento en una profesión determinada me parecía absurdo. En pocas semanas iba a abandonar este pequeño pueblo de Arizona, y la verdad era que no me sentía como el que se dispone a trepar por los peldaños de una carrera profesional, sino más bien como un electrón frenético a punto de alcanzar la velocidad de escape y de salir disparado hacia un universo extraño y destellante.
Permanecí tumbado sobre la tierra, inmerso en la luz del sol y en los recuerdos, sintiendo cómo iba encogiendo de tamaño este pueblo de quince mil habitantes, a mil kilómetros de mi nueva residencia en Stanford y de todas sus promesas.
Para mí, la medicina no era tanto una presencia como una ausencia; concretamente, la ausencia constante de un padre mientras yo crecía: un padre que salía a trabajar antes del alba y que volvía de noche para cenar un plato de comida recalentada. Cuando yo tenía diez años, mi padre nos había trasladado (éramos tres chicos de catorce, diez y ocho) de Bronxville, Nueva York, un barrio residencial denso y acaudalado al norte de Manhattan, a Kingman, Arizona, que estaba en un valle desértico rodeado por dos cordilleras y que, para el mundo exterior, no pasaba de ser un punto donde detenerse a repostar de camino a otra parte. Él se había sentido atraído por el sol, por el coste de la vida —¿cómo, si no, iba a poder sufragar la educación universitaria que quería para sus hijos?— y por la oportunidad de establecer una consulta de cardiología propia que abarcara toda la región. Su infatigable dedicación a los pacientes lo convirtió enseguida en un miembro respetado de la comunidad. Cuando nosotros lo veíamos a última hora de la noche o los fines de semana, mi padre venía a ser una combinación de dulces muestras de afecto y severas imposiciones, de abrazos y besos y rígidas advertencias.
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